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martes, 30 de septiembre de 2008

Los sesenta, gestación y desarrollo de una generación liberadora5

Qué pasó el 2 de octubre de 1968 en México?

Los sesenta, gestación y desarrollo de una generación liberadora
Por: René González de la Vega.
QUINTA PARTE
Hablar de una especie de locura del gobierno sería una inconsecuencia. Implicaría cierto grado de irresponsabilidad de ese gobierno y por supuesto no es ese el caso. Vivimos un acto intolerable de intolerancia perversa del poder. El poder jamás puede ser intolerante con el pueblo, sería eso, una auténtica contradicción conceptual. Fue, cuando más, un gobierno neurótico con niveles de delirios paranoicos muy elevados, el que actuó despiadadamente y con plena responsabilidad política, jurídica y moral. La matanza de Tlatelolco fue un acto de represión muy claro, absurdo, criminal y por supuesto imperdonable e inolvidable, pero es necesario obtener lecciones y sacar conclusiones de ese 2 de octubre.
Para quienes vivimos como estudiantes universitarios aquellos hechos es importante mantener una saludable memoria, tanto para ser capaces de reconstruirlos mentalmente y de manera objetiva, cuanto para no olvidar y ayudar a las generaciones posteriores a entender, pues a lo largo de 40 años se han desvirtuado las visiones y opiniones; se han “cargado” ideológicamente; se han convertido en mercancía política y han surgido mitos que se anidan en el inconciente colectivo.
Lo primero que salta a la vista por su macabra evidencia fáctica son las muertes, en tanto actos de barbarie, abuso, asesinato en masa y eso, por supuesto, se convierte en un acto que por sí mismo, quiere explicarlo todo. Los miles de sacrificados en la Plaza de la Tres Culturas, fueron el desenlace de eventos incontrolados que, a su vez, fueron sucediéndose en el tiempo. Esto no quita un ápice a la tragedia, pero 68 no fue sólo el 2 de octubre, como hoy se plantea, pues si lo miramos aislado, al vacío, pierde toda contextualización y es imposible comprenderlo.
Es preciso retomar aquél concepto hegeliano del Zeitgeist para tratar de entender; esto es, el “espíritu de la época” que nos condujo irremediablemente a una ecuación insoluble para quienes tenían la responsabilidad y el deber jurídico, político y moral de despejarla a satisfacción de todos. Querer asumir hechos de hace 40 años, a partir de enfoques o modos de entender la vida en estos inicios del siglo XXI, es no atender la recomendación racional hegeliana y se torna imposible el diálogo.
La lógica no funcionó, pues simplemente se partió de una premisa fáctica que nos mostró a un sector de la sociedad inconforme y contestatario, basado en razones válidas para el propio sector y se le integró con otra premisa deontológica, que invocaba formalmente, rígidamente, una norma jurídica que se interpretó como prohibitiva de eventos contestatarios y entonces se arribó a una conclusión fatal: se debe destruir, aplastar ese movimiento. Antes de llegar a un silogismo así mirado – si A es, debe ser B – y reaccionar con la aplicación de consecuencias tan graves como el asesinato en masa, que implica actuar no sólo de manera alógica, sino también antiética y con evidente abuso de la ley, debieron haberse desahogado todos los ciclos de derecho, de la praxis política más evidente y de la moral racional más universal.
El trinomio hegeliano más tradicional, nos exigiría mirar a la posición estudiantil como una tesis, un planteamiento desde la mente subjetiva de esa juventud, con sus razones y sinrazones, para oportunamente tratar de negarla racionalmente – antítesis -- con una mente objetiva, que tocaba a las instituciones argumentar, con base en normas de convivencia y orden. Así se hubiera podido entablar un diálogo constructivo, que permitiera el arribo a una síntesis conveniente y racional para todos. Pero nunca hubo la oportunidad, pues al planteamiento estudiantil, desde luego, se le opusieron las macanas y los gases, inmediatamente después las bazukas, para seguir con persecuciones, allanamientos y maltratos, que también implicaron secuestro institucional, para desembocar en el uso de la fuerza en su modo más bélico, con tanques, fusiles, balas y por supuesto muchas bajas de guerra.
En un conflicto de los llamados “no cooperativos”, es necesario siempre, a partir de montar las agendas de lo negociable, mediante su determinación racional, buscarse lo que se conoce como “suma positiva”, en la que las partes en conflicto, ganan, en ambos lados, pues cuando esas partes se empeñan en una “suma cero”, que visualiza a un vencedor y a un vencido, cuando uno gana todo y el otro pierde todo, no se encausa debidamente la solución y se provocan situaciones de abuso; en el caso mexicano, ni siquiera fue esa la estrategia, pues se concluyó con una “suma negativa”, en la que todos perdieron.
A lo largo de la historia se nos ha mostrado que en esa confrontación de partes en conflicto, pueden darse cuatro escenarios diferentes: a) A domina y vence a B y lo extermina; b) B, antes de ser vencido por A, opta por libertad en vez de vida y se autodestruye; c) A domina y vence a B y éste opta por vida en vez de libertad y se acomoda a las reglas de dominio de A; y d) A y B no logran vencerse y derrotarse mutuamente y aprenden a convivir, con reglas de equilibrio.
La opción a), implica acciones de conquista y dominio y responde, en su lógica, a la eliminación del adversario. Recordamos, por un extremo, la conquista de México-Tenochtitlán y bajo otros auspicios, el intento de exterminio nazi de los judíos. En el primer ejemplo, una guerra de conquista implicó y ha implicado en distintos momentos y lugares el exterminio del conquistado, como vía fácil de imponer otra cultura y así, la raza Azteca prácticamente fue eliminada como producto de una guerra, precisamente. Aun cuando no existía, como hoy lo conocemos, el Derecho internacional, en este caso se trató de una confrontación entre dos naciones soberanas, con el predominio de una de ellas, como ha sucedido a lo largo de la historia; con esto no justifico nada, simplemente trato de explicar un evento histórico. En el segundo ejemplo, más reciente y ya muy explorado, un Estado totalitario impone una política pública de exterminio de una etnia, por irracionalidades de supremacía racial y sustenta y justifica, incluso jurídicamente, el desarrollo y práctica de dicha política pública a instrumentar. Del llamado “asesinato en masa”, en la segunda postguerra mundial se pasó al concepto de genocidio, figura que puede mirarse como hija directa del holocausto nazi. Se distancian ambos conceptos – asesinato en masa y genocidio – en un punto crucial: la decisión política, como ingrediente de gobierno, de exterminar a una determinada raza, etnia, clase social, etc.
Por supuesto que la figura del genocidio no exige que se logre a cabalidad el propósito y basta, dentro de esa política o idea general, un sólo acto de tendencias exterminantes. De tal manera que bajo otra perspectiva, si imaginamos un asesino serial, ahora tan de moda, que tiene por objetivos, en su psicopatía, los homicidios de miembros de una específica raza o grupo, por ejemplo, judíos, indígenas, estudiantes, mujeres, etc., eso no lo convierte en genocida. El genocidio no desplazó la figura del “asesinato en masa”, pues hubiera resultado absurdo. En los Estados Unidos han conocido de hechos lamentables, en los que un sujeto asesina masivamente a estudiantes de una escuela determinada y nadie piensa que es un genocida, sino un “asesino”.
Hemos pasado revista a los movimientos estudiantiles más relevantes del 68, en el mundo occidental, incluido México; en todos los casos se presentó una despiadada represión gubernamental en contra de esos grupos juveniles, con resultados, también, de muerte y lesiones. Por ejemplo, el conservador gobierno gaullista, arremetió en contra de los estudiantes de la Sorbona; el muy irritable gobierno de Johnson en Estados Unidos, no hizo menos, agravado el contenido represivo, por una supuesta “cobardía”, a ojos extremistas, de los jóvenes que se negaban a ir a Vietnam. Los propios soviéticos, sometieron con el uso de la fuerza a los jóvenes de Praga y Varsovia. En ningún caso, nadie pensó en genocidio, tanto en los gobiernos capitalistas y de derecha, cuanto en los socialistas y totalitarios. Hubo, en todos los casos, incluido México, una represión reprobable desde todo punto de vista, pero no se ha traído a la mesa de debates ese ánimo exterminador de una determinada clase social. Los “asesinatos en masa”, como producto de acciones propias a gobiernos reaccionarios y represivos, son y serán siempre intolerables y eso es lo que no debemos olvidar, a fin de evitar su repetición.
De esos actos represivos emergieron doctrinas y posiciones teóricas muy importantes e influyentes, como puede ser la propuesta de Bolonia y la llamada criminología crítica. En ella se atienden cuestiones estructurales de dominio político, que logra someter a las clases más débiles o dominadas, a su propio discurso y reglas de conducta. La constante lucha entre dominantes y dominados, no es materia de políticas de exterminio ni así puede verse el problema, pues al grupo dominante conviene la existencia y pervivencia del grupo dominado, mayoritario, pues a él vuelca sus conceptos ideológicos cerrados, que imponen toda una conciencia de la realidad manipulada y montan sistemas simbólicos de dominación selectiva, como es el propio orden jurídico.
Hoy mismo, la globalización económica nos indica que son los mercados internacionales quienes imponen las reglas del juego, que en muchos casos devienen en situaciones de devastación de los pueblos más débiles, que sufren de carestía, desempleo, hambrunas y toda una serie de efectos que pueden resultar fatales y consisten, para esos mercados, en meros costes económicos de producción, distribución y consumo.
Con estos argumentos en torno al escenario a), no pretendo justificar ni mucho menos defender a un gobierno torpe y asesino, que carga en sus deberes con la muerte absurda e inútil desde algún punto de vista, de muchos jóvenes. Esas muertes no fueron, al final del todo, inútiles y resultan ser verdaderos martirologios de una nueva era mundial. Se estuvo en ese 68, por las razones ya expuestas, que nos hablan de omisiones intolerables de la autoridad en el cumplimiento de sus deberes, de carencia de destrezas políticas y de principios lógicos y éticos, ante asesinatos en masa, cabalmente imputables a quienes detentaban el poder político de dominio. Eso es irrebatible. ¿Pero qué hacer con las responsabilidades jurídicas y políticas resultantes?
Bueno, hay que decir que para bien, más que para mal, si logramos pensar en circunstancias de orden general y no particular, el derecho es una entidad existente, esto es, hay un “derecho que es” en determinado tiempo y espacio y ese es el que rige los actos en el momento y lugar en que se dieron. El espacio, en derecho, nos coloca en las cuestiones tan exploradas de los ámbitos de validez espacial del derecho y de principios excepcionales, como el de aplicación extraterritorial de una ley o los de personalidad o los de carácter real. Pero es el otro aspecto el que ahora inquieta: el ámbito de validez temporal de una ley. En cuestiones jurídicas el tiempo es un factor determinante, pues bajo la condición de que lo que se estima válido y justo hoy, puede no serlo mañana, ya por obsolecencia normativa, ya por extradimensionamiento de los hechos, ya por mutaciones propias al hombre y a la sociedad.
Siempre hay una tensión que se da entre el momento en que el legislador emite una norma jurídica y el momento en que ésta, ante un conflicto determinado, debe interpretarse y aplicarse por quien deba hacerlo. Una norma jurídica nunca se emite de una vez y para siempre, pues bajo el argumento contrario, nos seguiríamos rigiendo, por ejemplo, por la ley del talión. Una norma jurídica de carácter sustantivo, no procesal, nunca podrá aplicarse con efectos retroactivos, para hechos sucedidos antes de su vigencia, por razones estrictas de seguridad jurídica para todos. El derecho es de orden general, abstracto y obligatorio y no puede acomodarse a casos particulares, haciendo excepciones en sus ámbitos de validez, según la sensación de determinadas conciencias, pues eso sería fracturar el Estado de Derecho y bajo esas condiciones, todos estaríamos en riesgo inminente de ser atropellados por la autoridad.
Existen, por supuesto, conceptos jurídicos que van modificándose con el correr del tiempo y el avance del pensamiento. Así ha pasado, por ejemplo, en este siglo XXI, con el concepto de soberanía; en otro extremo, el orden jurídico vigente, contempla el concepto, verbi gratia, de familia, que hace 100 años contemplaba la célula social primaria, integrada por la familia tradicional compuesta por padre, madre e hijos. Se tenía al matrimonio, bajo exigencias religiosas, como una unión de hombre y mujer, destinada a la procreación. Ese concepto de familia ha sido modificado en este siglo XXI y aunque la palabra es la misma, su contenido es mucho más extendido en las sociedades modernas, que han logrado comprender parejas sin descendencia por decisión propia o parejas homosexuales.
No es una cuestión de “mutación legal” como algunos han propuesto, sino de mera interpretación de la norma vigente, para brindarle verdadero sentido de validez y de justicia.
El tiempo, desde un estricto punto de mira instrumental o procesal, es factor fundamental, pues en su devenir, cuando las instituciones y la ley y por supuesto, la sociedad entera, dejan de actuar respecto de determinado hecho, no sólo se mira mermado el interés jurídico, sino que los elementos de prueba – verificativo procesal – se pierden, se diluyen, dejan de presentar la fuerza que se exige en un juicio.
Hoy, los teóricos del derecho más relevantes nos hacen notar que un problema crucial del concepto jurídico de hoy mismo, consiste en que todo se lleva a los medios instrumentales o adjetivos y suele importar el “quién” decide y el “cómo” decide, pero se soslaya lo más importante que veríamos en el “qué” decide, esto es, los verdaderos contenidos del hecho jurídico.
El estatuto de prescripción de la acción penal o de la sanción, son verdaderas garantías de seguridad jurídica para todos, no sólo para quienes son admisibles y no para quienes resultan en juicios populares y no jurídicos, sujetos inadmisibles.
Luego entonces, si se puede estimar que los actos de represión de los gobiernos involucrados en los movimientos del 68, bajo ningún aspecto jurídico – no de sentimiento o emocional – constituyen actos de genocidio, cuya estructura conceptual tiene otra dimensión y propósito y es posible asegurar que lo sucedido fue un verdadero asesinato en masa, el homicidio masivo o no, en tanto figura típica sujeta a ese estatuto de prescripción, no resulta aplicable, por normas de la época, en la actualidad.
Si por un momento somos capaces de dejar atrás entonces esos escenarios de sangre y muerte, inolvidables e imperdonables y nos atenemos a lo estrictamente jurídico, tendríamos que atender a un factor ya revisado y fundamental. El concepto de tolerancia se presenta entre autoridad y sociedad, pero es siempre de una sola vía, pues el pueblo puede llegar a intolerar a su gobierno, pero nunca al revés. De tal manera que si la autoridad en ejercicio exclusivo de la fuerza y en abandono conciente de la búsqueda de consenso, que por definición política anula a la primera, decidió ejercer la violencia institucional en contra del pueblo, no como respuesta última sino como respuesta inicial, se está, flagrantemente, ante un caso de abuso de la ley y de la fuerza misma.
Este abuso de autoridad con resultados de muerte, lesiones y secuestros institucionales por arbitrariedad, es en realidad lo que no debemos olvidar, sin menoscabo alguno al recuerdo de las víctimas directas del mismo. Si el 68 aportó algo importante -- en realidad fue mucho para la vida mexicana y en realidad del mundo occidental -- en específico, lo advertimos en la conciencia de los pueblos por darse gobiernos democráticos. 68 fue un parteaguas en la historia contemporánea y a partir de ese año, se inició una apertura importante para buscar una convivencia más igualitaria y más libertaria.

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