Reforma
Barbarie
Jorge Alcocer V.
9 Dic. 08
Era usual que en las discusiones que tenían lugar en la Comisión Política de los partidos de izquierda de los que formé parte alguien lanzara el argumento que creía imbatible: "compañeros, más allá de lo que se ha dicho, lo cierto es que la gente piensa...".El argumento imbatible quedó por los suelos cuando un amigo, exasperado por la invocación de la vox populi, sentenció: "en el tema a debate, a la inmensa mayoría de la gente ni le interesa ni piensa, y de los poquitos que lo hacen, muchos piensan puras tonterías".La solución argumental quedó en entredicho una vez que la vox populi encontró en las encuestas su oráculo incontrovertible; los estudios demoscópicos fueron convertidos, por obra y gracia de los medios de comunicación, en supuesto fiel reflejo del estado de ánimo de la sociedad, de los humores y anhelos, deseos y preferencias de millones de personas.Parafraseando a Francois Mitterrand -quien llegó a ser parte del panorama de Francia- hay que volver a decir que la opinión pública es como el viento: cambia de dirección varias veces en un mismo día.Esclavizar a los políticos al mandato de las encuestas es una de las calamidades que la política padece en México y en otras latitudes.Si antes se decía que detrás de cada gran hombre hay una gran mujer ("casi siempre mal vestida", dice otro amigo); hoy se pretende que detrás de cada político exitoso hay un encuestador genial (aunque en la derrota, los primeros en lavarse las manos, buscando culpas ajenas, sean los encuestadores).Convertir a la política y a los políticos en espejo de los dictados de las encuestas es renunciar al pensamiento y la capacidad, al menos a la pretensión, de cambiar el estado de cosas. Cuando un gobernante dice que su propuesta atiende lo que quiere la opinión pública, y cita una encuesta, sugiero salir corriendo, y cambiar la preferencia de voto.Bajo tal dictado seguiríamos en la edad media, plagados de creencias supersticiosas, juicios y prejuicios fundados en dogmas y mitos religiosos; mantendríamos instituciones públicas y privadas soportadas en mandatos divinos. Viviríamos en sociedades en que las diferencias de sexo, religión, raza, edad, patrimonio y otras serían determinantes para el destino de cada persona y para la convivencia social. Galileo habría sido derrotado por Mitofsky.Si la ciencia y la civilización avanzaron es porque vencieron resistencias milenarias, casi siempre impuestas por dogmas de todo tipo. Igual ocurrió con la democracia moderna; aunque admitir que la mujer es igual, en derechos y obligaciones, al varón sigue siendo principio cuestionado, cuando no rechazado, en amplias franjas de nuestra sociedad. Que los jóvenes tienen derechos, más allá de la tutela y voz de sus padres, es afirmación para muchos atentatoria de la familia; no se diga cuando de hablar de los derechos de la infancia se trata. Reprender a una persona por golpear a sus hijos es aún visto como intromisión inaceptable en el pretendido derecho a educarlos como le venga en gana.Es un postulado reaccionario afirmar que los gobernantes y los políticos deben atender, sin chistar, lo que opina -supuesta o realmente- la mayoría de la gente. Lo es porque la historia demuestra exactamente lo contrario: el avance civilizatorio sería inexplicable sin la derogación de la barbarie fundada en creencias y prejuicios que dominaron por siglos, negando o atentando contra la igualdad y la libertad. Es reaccionario porque en esa idea se incubó el huevo de la serpiente de los totalitarismos.Imagino que si Abraham Lincoln hubiese tenido a la mano una encuesta, sus autores le habrían sugerido no abolir la esclavitud. O que si el presidente Felipe Calderón atiende las encuestas, debería proponer la extinción de los partidos, de los diputados y los senadores, y luego renunciaría a su cargo.La política y los políticos, al menos los que sirven para algo más que leer encuestas, tienen entre sus tareas principales educar, explicar, proponer, convencer de los cambios que a la sociedad permitan el avance en todos los ámbitos. Cuando deciden ser espejo -distorsionado- de los (malos) humores sociales, así sean éstos mayoritarios, renuncian a su misión. Cualquiera puede ocupar su lugar, y entre más tonto sea el que los supla, mejor valorado será en la siguiente encuesta.Entiendo que la propaganda del Partido Verde a favor de la pena de muerte a secuestradores (no para los animalitos, a los que protege y defiende) no haya merecido mayor atención; pero despierta alarma que el PRI no haya sido capaz de poner un alto, al menos pintar su raya, ante el gobernador de Coahuila, ávido contratante y lector de encuestas -a modo- para alcanzar su expectativa de colarse como aspirante a la candidatura presidencial.Si de alentar la barbarie se trata, la cuerda de horca cuesta más que una bala, y menos que el degüello. También cabe preguntar con qué autoridad podría México defender a los connacionales que esperan ser ejecutados en cárceles de Estados Unidos.Posdata. La barbarie no es la prima de Barbie, señor gobernador
El Universal
Pedro Salazar Ugarte
Demagogia irresponsable
04 de diciembre de 2008
La abolición de la pena de muerte ha sido un símbolo civilizatorio, una prueba de modernidad ilustrada. Lo que reposa detrás de esa decisión es la convicción profunda de que la dignidad humana —de todas las personas, incluso de los delincuentes más despiadados— está por encima de las pulsiones primitivas que nos inclinan a la violencia y a la venganza. No es baladí que la enorme mayoría de las democracias constitucionales contemporáneas hayan caminado en esa dirección.
La Unión Europea es el modelo emblemático: el Coliseo romano, arena que fue testigo de ejecuciones y masacres, por decisión de los estados europeos, en nuestros días, se viste de colores las noches en las que, en algún lugar del planeta, se decide suspender la ejecución de un condenado. En el extremo opuesto está el salvaje primitivismo que, inspirado en la Ley del Talión, conduce a ciertos países, sobre todo de tradición islámica, a lapidar personas, ahorcar adolescentes, cercenar cuerpos. ¿Hacia dónde queremos mirar los mexicanos?
La demagogia casi siempre es peligrosa: inflama los ánimos, confunde a las personas, engaña simulando. Pero lo es aún más cuando explota el miedo de una sociedad azotada por una ola de criminalidad sin precedentes. La campaña del —así llamado— Partido Verde Ecologista ya era preocupante: una organización política que explota el desconcierto mediante una falacia infame: “Porque defendemos la vida, proponemos la muerte”. Pero lo del gobierno de Coahuila y el priísmo —por el momento— local debe despertar nuestra indignación y, sobre todo, movilizar nuestras conciencias.
Lo que ha hecho el gobernador Humberto Moreira, con el obsequio de los legisladores de su partido, es irresponsable y peligroso: aprovechar el temor ciudadano, apelando a los instintos y no a la razón de las personas, para posicionarse políticamente con una propuesta que, para colmo, es jurídicamente inviable. No encuentro otra manera más cobarde para esquivar la responsabilidad incumplida de brindar seguridad a sus gobernados.
La propuesta de Moreira es inviable porque, venturosamente, en el sistema internacional de los derechos humanos tienen vigencia dos principios fundamentales: el de progresividad y el de no regresividad.
En su conjunto estos principios estipulan un mandato claro y contundente: en el ámbito de los derechos fundamentales —¿alguien duda que la vida humana sea uno de ellos?—, los estados tienen la obligación de adoptar medidas legislativas que tengan como única finalidad ampliar las garantías de los mismos. So pena de abandonar el grupo de los países democráticos, entonces, está proscrito aprobar reformas constitucionales o legales regresivas, reaccionarias. Cuando el Estado mexicano, en 2005, con el respaldo de todos los partidos políticos (¡412 votos a favor y ninguno en contra en la Cámara de Diputados!), decidió reformar los artículos 14 y 22 de la Constitución para expulsar de esa norma —y, con ello, de todo el ordenamiento jurídico mexicano, ya que cualquier reforma legal en sentido contrario sería inconstitucional— la posibilidad de aplicar la pena de muerte en el país dio, por decirlo de alguna manera, un paso progresista sin retorno. Materializó, para decirlo con Bobbio, el “giro copernicano” que separa a la modernidad de los derechos del mundo premoderno.
La objeción a la pena de muerte no es una posición de humanistas ingenuos. Es una postura congruente con el paradigma del constitucionalismo democrático que, de paso, tiene un sustento práctico: todas las estadísticas serias indican que la medida no sirve para disminuir los índices delictivos. Y, según entiendo, eso es lo que todos queremos: ¿o alguien promueve la venganza como fin último? Quizá no faltará el personaje que prefiera sumar muertes a los muertos y tampoco el irresponsable que esté dispuesto a atizar la exacerbación social a cambio de votos.
Lo que sí les garantizo es que ni uno ni el otro buscan consolidar una sociedad democrática en la que la seguridad —física, económica, ecológica— de todos y de todas sea la prioridad.
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.
Editorial
EL UNIVERSAL
El viejo PRI
08 de diciembre de 2008
En esencia, suelen utilizarse las palabras “viejo PRI” para hacer referencia al pragmatismo político cuyo único objetivo, democracia y justicia social aparte, es obtener o mantener el poder. Ese “estilo” de propaganda y gobierno no es exclusivo del Partido Revolucionario Institucional; lo curioso del término es que parece referirse a una situación pasada, lo que nos llevaría a preguntar: ¿cuál es el “nuevo PRI”? Algo es seguro: no es el que hoy legisla.
El asunto viene al caso por la reciente propuesta del congreso de Coahuila de reimplantar la pena de muerte en la Constitución. Tan importante como la iniciativa misma —respaldada por la dirigencia del PRI y por sus coordinadores parlamentarios— es el contexto: el preámbulo de 2009, un año electoral en el que los partidos se juegan su posición en el escenario nacional rumbo a la renovación de la Presidencia de la República en 2012. Además, recientes encuestas ubican un respaldo popular de más de 70% para la pena de muerte.
La propuesta reafirma el “estilo” de ese viejo PRI porque, bajo el contexto actual, la única virtud inobjetable de la pena de muerte es la popularidad.
Definido a sí mismo de muchas maneras —revolucionario, de centro, de izquierda— hoy el PRI dice ser “socialdemócrata”. La solidaridad, la responsabilidad, el humanismo, la búsqueda de mecanismos no violentos para conseguir la justicia social son algunas de las características de tal ideología. Sin duda, proponer que el Estado decida sobre la vida o la muerte de los individuos es contrario a ese espíritu; ya no digamos que lo haga con un sistema judicial como el nuestro.
Aun si los priístas pudieran argumentar que la suya es una socialdemocracia sui géneris también puede hallarse una contradicción en el propio pasado reciente del partido.
Mañana se cumplirán tres años de la abolición de la pena de muerte en México. ¿Quién hizo la propuesta legislativa inicial? Tres senadores priístas: Fernando Solana, Salvador Rocha Díaz y Heladio Ramírez López. Se eliminó de la Constitución esa pena —inexistente en los hechos desde hace 50 años— con casi todos los votos en el Congreso del PRI y del Partido Verde.
Este periódico consultó a PRD, PAN, PT, PVEM, Convergencia y PRI sobre la necesidad de no usar el narcotráfico y la inseguridad como banderas electorales en las campañas de 2009. Sólo el PRI descartó hacerlo. Sería grave hacer propaganda con la idea de que, como antaño, un pacto de no agresión con el crimen es mejor que una guerra en su contra.
Cuando se pone al partido el mote de “viejo” no sólo es por sus prácticas. El sector más amplio del electorado priísta es de personas mayores de 45 años, de menores ingresos, menor escolaridad, sobre todo de zonas rurales y suburbanas. Ese perfil irá a la baja los próximos años.
Por cuestiones demográficas los jóvenes con estudios de hoy dominarán el espectro político de mañana. Tendrá el PRI que preguntarse si a ellos se les convence con alardeos de ‘mano dura’.
Excelsior
Campaña pro pena de muerte: No con mis impuestos
Cecilia Soto
01-Dic-2008
Desde agosto pasado el Partido Verde presentó una iniciativa legislativa para modificar el artículo 22 constitucional y aplicar la pena de muerte en caso de secuestro agravado por tortura, mutilaciones y muerte. Pero ha sido hasta estas semanas recientes, seguramente por un problema de flujo de caja, que han podido contratar abundantes anuncios espectaculares en varias ciudades del país para proponer la “pena de muerte a los secuestradores”. Me pregunto si, dentro de los matices de la libertad de expresión, se puede permitir que a plena luz del día y en numerosos sitios con gran afluencia de familias, un partido político con registro oficial, pagado con nuestros impuestos, promueva, para que lo lean niños y adolescentes, el derecho de matar a otro ser humano. Hasta ahora se clasifican películas para proteger a niños y jóvenes de imágenes o temas para los que no están preparados y se procura que en la publicidad abierta no se utilicen imágenes francamente pornográficas. ¿Por qué se tolera este ejemplo de pornografía política que puede ser profundamente perturbador para niños y jóvenes y aun para los adultos poco informados?
Que quede claro, no estoy cuestionando el derecho del Partido Verde a ser oportunista, inconsecuente y proponer monstruosidades en forma de iniciativas legislativas. Cada quien consigue votos como puede y, al hacerlo, proyecta su concepción del elector. Cuestiono que, utilizando nuestros impuestos, a través de las prerrogativas que proporciona el Instituto Federal Electoral, se haga propaganda a favor de la pena de muerte, un tema no sólo polémico sino que, fuera de contexto, lanzado apenas como una frase publicitaria, resulta totalmente impropio para ser comprendido por niños y adolescentes y sin duda contraría los valores implícitos en la educación pública. Proponer mediante anuncios publicitarios el derecho a matar, equiparando el tema a una invitación a comprar tal o cual mayonesa, ropa íntima o ir al mandado a la Cómer, supera el mero oportunismo al que nos tiene acostumbrado ese partido desde que nació: es un acto de villanía incalificable.
El repudio a la pena de muerte como instrumento de disuasión y castigo contra el delito, contra la pena de muerte en todas sus modalidades, ha evolucionado, de ser un principio defendido por los gobiernos, a uno adoptado por el Estado. La política exterior mexicana, quizás el área de actuación del gobierno que más aborda temas de Estado y no meramente coyunturales, se ha caracterizado por un creciente activismo en torno al asunto de los derechos humanos y muy especialmente en contra de la pena de muerte.
En ese sentido, uno de los momentos más conmovedores y fuente de satisfacción y orgullo para los mexicanos fue sin duda el triunfo de México, en la Corte Internacional de Justicia, en el Caso Avena y otros nacionales mexicanos (México vs. Estados Unidos), en marzo de 2004, que puso fin en forma “definitiva e inapelable” al litigio que sostenía México sobre el artículo 36 de la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares, de 1963, y que obliga a los estados signatarios, entre ellos México y Estados Unidos, a garantizar que los derechos consulares de los extranjeros detenidos en ese país por la probable comisión de un delito, sean respetados: 54 mexicanos esperaban que llegara la fecha de su ejecución sin que hubieran tenido acceso a la protección consular.
México fue uno de los copatrocinadores regionales de la Resolución sobre la Moratoria de la Pena de Muerte que se aprobó en la Asamblea de las Naciones Unidas en noviembre de 2007 y, en ese mismo año, ratificó el Segundo Protocolo Facultatitvo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, relativo a la abolición de la pena de muerte, así como el Protocolo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, con respecto a la abolición de la pena de muerte. Estos últimos dos instrumentos se pudieron ratificar una vez que México pudo homologar en las leyes nacionales los compromisos adquiridos por nuestro país contra la aplicación de la pena capital. En diciembre de 2005, el Senado de la República aprobó la enmienda constitucional mediante la cual quedó abolida la pena de muerte. Es importante recordar que el artículo 22 de la Carta Magna permitía la muerte en casos de rebelión militar y traición a la patria.
La senadora por el Partido Verde Gloria Lavara Mejía aprobó en 2005 esa enmienda constitucional que abolió la pena de muerte en el país y participó en el amplio debate surgido al respecto. Esa misma legisladora, ahora en su papel de diputada, presenta la iniciativa de ley mediante la cual el Partido Verde pretende lucrar con el miedo y la indignación de los mexicanos, por el auge de los secuestros. ¡Me niego a pagar con mis impuestos esta aberración!
El Reforma
Como los vamos a matar
Jesús Silva-Herzog Márquez
08 diciembre 2008
El gobernador de Coahuila, Humberto Moreira, ha desatado una polémica sobre la pena de muerte. Quiere que en su estado se pueda ejecutar a ciertos delincuentes. Así se hace en Estados Unidos, cuya Constitución deja a las entidades la libertad de imponer ese castigo. El promotor del debate se adelanta, presuroso, a marcar con claridad los contornos de la polémica. "La discusión en Coahuila no es la pena de muerte, la discusión es cómo los vamos a matar: si los vamos a fusilar, los vamos a degollar o los vamos a ahorcar, o algo light que puede ser la inyección letal". El gobernador se deleita con las variedades de la aniquilación: fusilamiento, degüello, ahorcamiento e introduce su peculiar humor: debemos considerar también la ejecución light a través de la inyección letal. Tras el listado, el gobernador comunica su preferencia por el mexicano método del pelotón frente al fusilado. Además de ser una tradición patria, resulta ser un método económico. De acuerdo con los cálculos del gobernador es más barata una bala que una inyección de veneno mortal.Las declaraciones del gobernador Moreira son repulsivas pero no son sorprendentes. El caldo de la desesperación prepara la sopa del populismo penal. El gobernador de Coahuila no es el único que promueve el castigo irreversible. Los oportunistas del Partido Verde han visto también este tema como el pasaporte para la elección del año que viene. Hace unos años los verdes pedían el voto para los ecologistas, no para los políticos. Ahora ofrecen la pena de muerte como solución a la crisis de inseguridad. El tucán promueve la muerte de los asesinos y violadores. ¿Qué más da la incoherencia de una formación ambientalista convocando ejecuciones? ¿Qué importancia tiene el hecho de que los dirigentes de ese negocio hayan votado muy recientemente para prohibir esa pena en la Constitución? El lema embona con las emociones del momento y eso es lo que cuenta. Es redituable electoralmente y eso es lo único que importa.La tesis del populismo penal es sencilla: la inseguridad que padecemos proviene de una cobardía de Estado que se remedia con bravura. Para los populistas, los delincuentes tienen demasiados derechos y el Estado prohibiciones excesivas. El poder público se encuentra maniatado y es necesario liberarlo, rehabilitarlo, para que pueda ganarle la batalla a los criminales. Habrá que revisar las garantías individuales, darle más poder a los policías, mayor margen de acción al Ministerio Público, declarar una emergencia que archive la Constitución. Si el dolor de la amenaza aumenta, los crímenes descenderán. Cuando el Estado pierda el temor y suelte las ataduras de la sensiblería, reimpondrá el orden.Al populista repele la advertencia de lo complejo. Cuando escucha los pormenores de un problema se tapa los oídos, cuando observa la maraña de un desafío, cierra los ojos. Él ve un mundo dividido en hemisferios: los buenos contra los malos. Las cosas son simples y las soluciones lo son aún más. A fin de cuentas, la política es asunto de arrojo. Definir el curso de la acción no es problema de diagnósticos, estrategias, trazo de rumbos y anticipo de etapas: es cosa de valentía. El populista encara la economía como el intrépido que brinca las recomendaciones de una ciencia para enfrentar a los oligarcas. La economía, sostiene, es el chicle más elástico del mundo y puede adoptar la forma de su antojo. La realidad puede abolirse con el aliento de un discurso o la tinta de un decreto. El populista encara la democracia como el paladín que expresa la voluntad profunda del Pueblo. Es el brazo popular que enfrenta la perversa conspiración de élites y reglas. El populista ataca el crimen de la misma manera: con la charlatanería de la determinación y un simplismo maniqueo. El populista penal entiende la valentía política como la capacidad para enterrar la paralizante sensiblería liberal. El voluntarismo que niega la ciencia económica y rechaza los límites constitucionales, desprecia, en el ámbito penal, los derechos. Los derechos de todos, incluyendo, por supuesto, los derechos de los malos. Ellos, los malos, carecen de derechos. En su lenguaje ardoroso son animales, basura, escoria. Los derechos humanos, decía un troglodita hace unos años, son para los humanos, no para las ratas.En todo caso, es innegable que el populista tiene la habilidad de agregarse a la emoción pública. El populista se suma a la rabia colectiva y se convierte en su portador. Así, pretende convencernos de que una política rabiosa es la salida a nuestra intranquilidad. Se percata de la desesperación, del miedo y de la furia. Palpa la frustración y los ánimos de venganza. Ante el fracaso (o, por lo menos, la insuficiencia) de la política gubernamental, ofrece escarmientos a la altura de la atrocidad criminal. Su propuesta no es solamente bárbara: es absurda bajo toda consideración racional. Hay un amplio acuerdo sobre la inutilidad de esa barbarie que ha sido expulsada de todos los países desarrollados menos de Estados Unidos. La pena de muerte es un mecanismo ineficaz para reducir la criminalidad. En nuestro régimen, tan inconfiable como es, resultaría una atrocidad. Una atrocidad irreparable. Pero el populista no se hace cargo de estas pruebas. Frente a las razones responde con una encuesta: muchos quieren la pena de muerte. El demagogo se disfraza de demócrata. Olvida que la democracia no puede ser la conversión del grito popular en decisión política.
Milenio
Una pena regresiva
Héctor Aguilar Camín
Lunes, 8 Diciembre, 2008
Me repugnan los caníbales pero no por eso voy a ponerme a comer caníbales. Esta frase de Borges, a propósito de un debate sobre la pena de muerte, divide bien las aguas.
Nos la ha recordado Luis de la Barreda, director del Instituto Ciudadano de Estudios sobre la Inseguridad.
La brutalidad homicida del otro, sugiere Borges, no me obliga a volverme un homicida. Todo lo contrario. No puedo convertirme en lo que quiero castigar.
Los representantes del Estado, portadores de la fuerza legal, pueden ejercer la violencia e incluso matar a un criminal en defensa propia, en el momento de detenerlo, perseguirlo o acosarlo en cumplimiento de la ley. Pero no a sangre fría, igualándose moralmente con lo que castigan.
El argumento de fondo contra la pena de muerte ha de ser ético y civilizatorio, no instrumental y estadístico. El Estado no puede tener en su centro la ley del ojo por ojo y diente por diente, porque esa es una norma anterior a la civilización que tenemos y deseamos construir.
El Estado moderno no puede responder al homicidio con el homicidio, volverse un asesino voluntario. Al hacerlo niega su esencia de garante de los derechos de todos, entre ellos los derechos universales del hombre, que son asunto nuevo, acaso dos siglos, pero irrenunciables de la civilización.
Los alegatos instrumentales contra la pena de muerte tienen una solidez aparente, pero no van muy lejos. No es solución, se dice, porque en los Estados donde rige la pena de muerte no disminuye el número de homicidios.
De acuerdo, pero si los homicidios descendieran donde hay pena de muerte, ¿habría que implantarla? ¿Es sólo una cuestión de eficacia? No, es una cuestión de moral civilizatoria. Volver a la ley del talión es simplemente un retroceso civilizatorio.
Otro argumento instrumental es que la pena de muerte no debe aplicarse en México por la inconfiabilidad de nuestra justicia: se sentenciaría a inocentes. Tampoco habría entonces que aplicar otras penas, pues igual de inconfiable es la justicia para castigar robos, lesiones o secuestros.
El centro del problema no es la estadística o la imperfección del sistema judicial, sino la contención civilizada del crimen, una contención que no es tolerancia ni resignación, sino aplicación de la ley y castigo a los culpables.
Este es el punto fundamental: castigar a los culpables, con penas grandes o chicas, pero efectivas. Es un camino largo que no da votos de ciudadanos desesperados y amedrentados. Pero es el único camino sólido, no comerse a los caníbales.
El Reforma
Desde los estados
Colaborador Invitado
Raúl Arroyo
La pena de muerte está nuevamente en el debate nacional. La colocó ahí un estado de la República a través de su gobernador, primero, y su Poder Legislativo, después. Ambos representan y expresan, jurídica y políticamente, el ánimo de una población, la del estado de Coahuila, ante una situación agobiante para toda la nación. Ese antecedente no es menor.En nuestro país la pena de muerte es, constitucionalmente, un tema superado. La reforma de 2005 la abolió definitivamente. Un tratado internacional del que México es parte signante -la Convención Americana sobre Derechos Humanos, también llamado Pacto de San José- previene la imposibilidad de los países firmantes de regresar al estatus anterior. Podemos, por esa razón estrictamente jurídica, estar ante la posibilidad de un falso debate. En todo caso esto será materia de los expertos constitucionalistas y penalistas. Incluso, el momento es propicio cuando en todo el país se discute e implementa la reforma penal.Entrar en esos terrenos requiere hacerlo con análisis bien fundamentados, sobre todo cuando los mexicanos pasamos por una etapa de condiciones a las que somos particularmente sensibles que nos pueden arrastrar a opiniones poco sensatas, por decir lo menos, o francamente preocupantes como las del presidente del Senado, quien sin recato alguno, en una actitud de incongruencia total con la representación que ostenta como senador de la República, descalifica sin reserva una propuesta surgida del Poder Legislativo de un estado federado y llega al amenazante despropósito de anunciar un juicio político al gobernador de Coahuila.Debate aparte, falso o inútil, las expresiones de los poderes Ejecutivo y Legislativo de Coahuila han mostrado en pocas horas el peso que ahora tienen las entidades federativas en el contexto nacional.De entrada podría descalificarse la propuesta de los diputados coahuilenses respecto del asunto que abordan. Su propósito es político, dicen unos; publicitario, acusan otros. Pero de ninguna manera puede rechazarse, menos desde el centro, por una razón elemental: la opinión coahuilense expresa la de una parte de la Federación y ese solo hecho es suficiente para que sea valorada en el contexto de las grandes y notorias diferencias que caracterizan a las entidades federativas. Otro asunto es si sus fundamentos son razonables o no, atendibles o no por el Congreso de la Unión, lo suficiente para propiciar una contrarreforma constitucional.Otra vez se desvela el ánimo antifederalista; el rechazo a lo que viene desde el interior de la República; la descalificación al producto de las condiciones propias de cada espacio regional. De entrada se niega el derecho de opinar y proponer, a la vez que se responde sin los argumentos consecuentes en un sistema federal.Si Coahuila puede o no establecer la pena de muerte; si como parte del Pacto Federal está sujeto a sus prohibiciones; eso no quiere decir que deba guardar silencio. Más todavía: recuérdese que su legislatura tiene el derecho de iniciativa en el Congreso de la Unión. Otra cosa será que logre los apoyos necesarios en el proceso legislativo.Igual que hicieron en la reforma electoral que votaron en contra, en el proceso reformador de la Constitución General de la República, ahora los diputados coahuilenses resaltan el valor de la soberanía de los estados.El autor es magistrado presidente del Tribunal Electoral del estado de Hidalgo
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