98 años
José Woldenberg
Hoy se cumplen 98 años del inicio de aquella Revolución que fue convocada como si se tratara de una cita para ir al teatro: "El día 20 de noviembre, desde las seis de la tarde en adelante, todos los ciudadanos de la República tomarán las armas para arrojar del poder a las autoridades que actualmente gobiernan. Los pueblos que estén retirados de las vías de comunicación lo harán desde la víspera" (Plan de San Luis firmado por Francisco I. Madero el 5 de octubre de 1910).
Se trató de una auténtica Revolución porque destruyó por completo al Estado y edificó uno nuevo. En su despliegue borró del mapa a los poderes constitucionales precedentes, incluyendo al Ejército federal y a no pocos poderes fácticos, para construir un nuevo tejido estatal, a través de una Constitución remodelada y labrando inéditas relaciones sociales.
Pero la Revolución hoy es el pasado. Ni perpetua ni interrumpida. Ni patrimonio de una corriente política ni ordenadora de la vida pública del presente. Ni reinante ni traicionada. Se trata de un patrimonio de todos y de nadie. De un rosario de sucesos y accidentes que modelaron la historia y el perfil del país. El presente no podría explicarse sin ella, pero al futuro poco puede aportar.
Su ideología es hoy una nebulosa imposible de asir. Por fortuna, nunca construyó un cuadro rígido de ideas y dictados, sino una constelación de referentes que podían orientarse en muy distintas direcciones. Cobijó "políticas públicas" de diferente signo que acabaron haciendo de esa corriente un gran paraguas que arropó a "derechas e izquierdas" hasta diluir su contorno. El pragmatismo de muchos de los gobiernos, que en su nombre condujeron al país, posibilitó virajes recurrentes pero dinamitó la "identidad revolucionaria" (si es que algo así existió).
No obstante, dos intensas pulsiones dieron vida a la Revolución: la democrática y la social. Y ello es quizá lo que se mantiene vivo. Ambas han tenido una historia oscilante y difícil.
La pulsión democrática. La consigna original, "sufragio efectivo, no reelección", ilustra con claridad y elocuencia una de las aspiraciones fundadoras del movimiento armado. El voto ha sido burlado y es necesario establecer su vigencia. Además, es imprescindible poner límites al ejercicio del poder. No obstante, para que esa idea guía se hiciera realidad tuvo que pasar demasiado tiempo.
Desde la "revolución maderista" hasta 1929 México vive la explosión de fuerzas políticas y sociales que estaban contenidas, excluidas. Primero a través de los ejércitos populares y luego o simultáneamente bajo un cúmulo de organizaciones agrarias, sindicales, partidistas se expresan intereses, proyectos y ambiciones, sectoriales y "nacional-populares". Son años de caudillos militares y "hombres fuertes regionales", pero también de la multiplicación de ligas agrarias, agrupaciones gremiales y partidos políticos (municipales, estatales, nacionales). Esa diversidad emergente, sin embargo, se recrea en un escenario inestable, institucionalmente precario, sujeto a las fuertes y sangrientas pugnas que se derivan de un Ejército (sería mejor decir, varios ejércitos) triunfante pero con muy distintas cabezas.
No será sino con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) en 1929, luego del asesinato de Obregón, cuando esas corrientes centrífugas empezarán a ser centralizadas. En busca de un nuevo orden se construirá primero una organización que reúna a los revolucionarios, luego a "las masas organizadas" y finalmente a la "nación". Por esa vía el pluralismo original acabará convirtiéndose en monopartidismo.
Es hasta fines de los años setenta del siglo pasado cuando, acicateado por la irrupción de la disidencia en muy distintos campos, se inicia un complicado pero firme proceso de apertura y edificación de una trama normativa e institucional capaz de abrigar a la pluralidad política e ideológica que coexiste en México. Desmontar la perdurable pirámide autoritaria no resultó sencillo, pero sí obligatorio si se quería sintonizar la política institucional con los anhelos de una sociedad diversa y contradictoria, incapaz de identificarse con un solo referente político.
La pulsión social. Desde el Plan de San Luis hasta la Constitución de 1917, pasando por el Plan de Ayala, la Ley del 6 de enero de 1915 o el decreto de Obregón sobre el salario mínimo, vibran las reivindicaciones sociales, la exigencia de igualdad no sólo formal sino real.
Esas aspiraciones encarnarán en las primeras organizaciones campesinas y su reclamo de reparto agrario, y en los nacientes sindicatos y su exigencia de regular las condiciones de trabajo a través de pactos entre patrones y trabajadores. Esa ola organizativa tendrá su punto más alto durante el sexenio del general Lázaro Cárdenas, y acompañará la política de profundas reformas impulsada por éste, pero también, al ser incorporada al partido oficial, acabará perdiendo fuerza e independencia. Se trata del momento estelar en el que la "cuestión social", la aspiración de igualdad, da forma y sentido a la política. Sin embargo, no se convierte en una línea de acción perdurable.
98 años después de iniciada la Revolución, México es un país cruzado por una profunda desigualdad y con enormes franjas de su población viviendo en condiciones de pobreza extrema. Esa fractura oceánica erosiona la cohesión social y da pie a ciudadanos de primera, segunda y tercera, generando la necesidad de volver a poner en el centro de la agenda nacional (si algo así existe) los temas de la exclusión, la discriminación y el abuso.
Son las pretensiones democráticas y de equidad social las que no han perdido actualidad.
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