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viernes, 26 de septiembre de 2008

Los sesenta, gestación y desarrollo de una generación liberadora3

Los sesenta, gestación y desarrollo de una generación liberadora
Por: René González de la Vega.
TERCERA PARTE

Para una tercera entrega de estas efemérides de los sesenta tal vez habría que analizar un poco más detenidamente el título de traidora a Jane Fonda y a otros muchos, que como ella, se opusieron a la guerra. Si vemos las cosas desde un sólo punto de vista, por supuesto que quien estima como ética sólo su posición ante los hechos, inmediatamente descalifica a todos los demás. Cuando el mundo se enteró de ese ataque y cruel batalla de Saigón, los documentos gráficos no mentían, pues había muertos de ambos lados; los guerrilleros del Vietcong, prácticamente fueron borrados de la faz de la tierra y los cadáveres de muchos jóvenes de rasgos orientales yacían regados por toda la ciudad. Los había también, por supuesto, norteamericanos y se dice que los mutilados superaron los diez mil hombres. Es mucho sufrimiento de la juventud para asumir sólo una posición ética. Hay en ese horror una cuestión de ética universal, pues nadie gana con esos actos de barbarie y no podemos relativizar valores. Debemos estimar algunas circunstancias, como el hecho de que, si en verdad hubiera una guerra justa, en ésta, el ejército norteamericano utilizó armas no convencionales, como el tristemente afamado Napalm, un compuesto químico que formaba un gel combustible capaz de pegarse al cuerpo y quemar la carne hasta los huesos y los defiolantes de la selva vietnamita, que convirtió en zonas áridas porciones enormes de jungla natural. El horror para todos los bandos fue la nota distintiva de esta guerra absurda, en la que finalmente los vietnamitas estaban en su país y defendían sus ideas contra un invasor muy lejano pero poderoso y que al final del día perdió la guerra.
La historia de la tragedia la escuchamos desde un sólo punto de vista muy atendible: las familias norteamericanas que habían perdido a sus hijos. Vimos películas impactantes como “El Francotirador” (Deer Hunter) y “4 de julio”, con otras muchas igualmente desgarradoras; la pregunta sencilla era, si el otro lado no cuenta con la capacidad propagandística de Hollywood, ¿no habría de ese lado, historias similares?
Jane Fonda en su juventud y con su fama vio esas tragedias y se opuso. Hegel siempre recomendó valerse del Zeitgeist o espíritu de la época para analizar con precisión y pulcritud los hechos históricos y tenemos la obligación de ubicarnos en esos años sesenta para tratar de estimar las conductas de todos. Mirar con las lentes de esos tiempos. En ese 68 la juventud norteamericana fue conciente de estos eventos, pues ellos ponían la sangre. Los jóvenes enrolados por la leva militar quemaban sus tarjetas del draft y se oponían a ir a esa guerra; se les llamó cobardes. Organizaron resistencias universitarias y se sumaron a esos movimientos estudiantiles que ahora tratamos de comprender; fueron reprimidos por la Guardia Nacional -- el ejército interno de los Estados Unidos -- y los uniformes verdes allanaron los campus universitarios con tanques y toda su parafernalia militar y murieron también muchos jóvenes. Se dice que otro famoso de Hollywood – John Wayne – reconocido “red neck”, entró a la Universidad de Kent en los actos de represión, a bordo de un tanque, liderando el ataque contra “esos cobardes”. Otro famoso actuó en sentido contrario: Cassius Clay, boxeador negro, era idolatrado por muchos por su destreza en el ring y su gran bocaza que rescataba el orgullo negro. Era Campeón Mundial de los pesos pesados y se convirtió al Islam, cambiando su nombre de esclavo – dijo – por el de Muhammed Alí. Se negó a ir a la guerra pues había sido enrolado por el draft, argumentando “objeción de conciencia” y fue despojado de su título deportivo y condenado.
Hoy, la Suprema Corte norteamericana ha reconocido el derecho, en tanto libertad de expresión, de incendiar la bandera y ha reconocido también, la objeción de conciencia. Pareciera que el final del cuento sería que Fonda y Alí tenían razón y Wayne no era más que un estúpido represor.
Los puntos nodales de nuestro sistema de creencias se iban uniendo paulatinamente; ya teníamos un símbolo latinoamericano de lucha contra el imperialismo yanqui en Cuba y su Revolución de 1959; ya sabíamos que en el sistema capitalista no todo iba bien y que si asesinaban a su Presidente, incrementaban las fuerzas en Vietnam y usaban armamento atroz; que si perdían estruendosamente en la carrera espacial, no lo hacían en la armamentista y poblaban el mundo de ojivas nucleares y misiles transcontinentales. Sabíamos también, que el monstruo soviético lo mismo engullía víctimas propicias y no era sino otra forma de imperialismo tal vez más aterrador. Sabíamos de la renuncia del Che y de su pureza de ideales y su magnífica figura en el afamado affiché. Sabíamos que había puertas de fuga que nos planteaban y alentaban a asumir los maestros alemanes de Frankfurt ya invocados. Sabíamos, con el existencialismo francés que lo importante era la comprensión de la libertad y abandonar la inautenticidad. Sabíamos que había quienes tomaban decisiones fuertes de oposición a los regímenes conservadores establecidos y arriesgaban vida, libertad y prestigio. Sabíamos en fin, que la respuesta estaba en el viento y había que aspirarla.
Pero no sabíamos que en aprovechamiento perverso de este ambiente había fuerzas oscuras que tratarían de socavar otros principios básicos. Seguramente pasaron cosas similares en otros países que supieron leer a tiempo ese 68, pero en México hubo un prólogo desdichado a esos movimientos.
Una mañana de 1966 los estudiantes llegamos como cualquier otro día a clases en la Facultad de Derecho de la UNAM. La hallamos cerrada por barricadas y ocupada por un puñado de activistas que declaraban unilateralmente una huelga estudiantil. El pretexto era fútil y verdaderamente se presentaba como una sinrazón; era eso, sólo un pretexto. Resulta que un grupo de profesores habían propuesto la idea de fundar, dentro de la Facultad, una licenciatura en criminología, acreditada ciencia penal que entonces empezaba a dar sus primeros pasos en México. Debo decir que en aquellos días la Facultad se llamaba: de Derecho y Ciencias Sociales pues albergaba otra licenciatura, que con el tiempo contaría con su propia Escuela, la de Trabajo Social. No era extraño pues, pensar en otra carrera profesional asociada a nuestra Facultad.
El pretexto de esos activistas, en realidad desideologizados y promovidos según se supo más tarde, por el sector del sindicalismo burocrático más siniestro, lo hicieron consistir en que una licenciatura en criminología en realidad desembocaría en la creación de una “escuela de policía” en la propia Universidad. Era verdaderamente absurdo y obtuso el planteamiento, pero resultó ser una “bandera” que algunos despistados compraron. Las luchas internas en la Facultad no se hicieron esperar y los activistas, pertrechados con ese apoyo mencionado, se valieron de la violencia más irracional—si es que hay violencia racional –para imponerse. La Facultad se convirtió en un campo de batalla por varios días y las demandas de los huelguistas fueron creciendo. Había durado ya más de 10 años la absurda estatua del ExPresidente Miguel Alemán en el campus muy cerca del edificio de Rectoría, pues esos símbolos del poder, de individuos en vida, son sólo pretensiones narcisistas que el pueblo de manera natural rechaza. La Universidad no es ni puede ser obra de un hombre por poderoso que haya sido. Los estudiantes, enardecidos derrumbaron la estatua como siempre se derrumban – Hussein o Fox – con una cuerda y fuerza humana. Ahora, ante ese hecho que brindó coraje a la lucha, se pidió con violencia la renuncia del Rector, el Dr. Ignacio Chávez y del Director de la Facultad, el Dr. César Sepúlveda. Ambos mexicanos y universitarios sobresalientes. Hubo actos reprobables de violencia sobre las personas y las cosas y digamos que al final estos huelguistas lograron su cometido con cierta complicidad del Gobierno Federal, tan conservador, en manos de Díaz Ordaz, que venía de enfrentar una severa huelga médica en las instituciones de salud.
La Universidad entera acabó conmoviéndose y ya no volvió a ser la misma. Se habían adueñado de ella grupúsculos de extrema izquierda – maoístas, troskos, stalinistas o marxistas más puros (según ellos) y otros, como el “Pancho Villa”, de orígenes criollos – y de extrema derecha – alentados por el propio gobierno desde sus cuarteles generales en Puebla -- como el hoy afamado Yunque y su brazo armado, el MURO, que ya había penetrado a la UNAM. A quienes queríamos participar en la política estudiantil se nos cerraron los caminos por la vía del terror y bajo ese ambiente corrieron 66 y 67 para llegar a un 68 cuando la hierba ya estaba muy seca para un incendio.
Este Movimiento no fue ajeno a la voluntad del retrógrada gobierno de Díaz Ordaz, quien miró siempre con simpatía la posible caída del Rector Chávez y quiso, a diferencia de sus antecesores, meter las manos en la vida universitaria...y lo logró por las vías más siniestras, como ya se expuso.
En 1967 cae en las montañas bolivianas el Che y nace la leyenda y en abril de 68 es asesinado Martin Luther King Jr., líder de la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos en EEUU y en junio de ese mismo año es acribillado Robert F. Kennedy. Pareciera que la violencia y la sangre, resultaban la respuesta más a la mano para las filas conservadoras. De un lado y de otro, caían líderes que de una o de otra manera estaban representando algo para la juventud necesitada de respuestas más actuales, más realistas.
Unos pocos años antes, en 1964, pude hacer en autobús un extenuante viaje a Nueva York. Tenía 16 años y no comprendía muy bien lo que mis estudios de preparatoria me habían dado o mi corta vida me había enseñado. El trayecto fue largo pues me consumió cinco días llegar a mi destino y por el camino fui viviendo experiencias inéditas para mi. Tiempo después pude ver esa película aleccionadora: “Mississippi en llamas” que narra los conflictos raciales en el sur de los Estados Unidos y muchas otras con el mismo tema. Por supuesto que corrí peligros sin darme mayor cuenta y bendita sea la inocencia que pienso me salvó. Era para mi una sorpresa bajar en las paradas del Greyhound, para desayunar, comer o cenar y hallarme con letreros imperativos: “only coloured people”, “white only” y eso en los baños, en los restaurantes, en los sillones del autobús, en todos lados. Íbamos internándonos en el llamado Deep South y había rostros de pocos amigos. En una ocasión dentro de un restaurante, una mujer rubia que cargaba un bebé se puso de pronto a dar de gritos histéricos y yo no sabía la razón mientras observaba la escena con mi charola en manos y mi desayuno recién pagado. Vi que entraba un sheriff uniformado, rubio y alto y tomaba a quien di por paisano -- con su sombrero campesino y su ropa humilde -- por el cuello y lo arrojaba del recinto cerrado y sólo entonces se calmó aquella mujer. Dejé mi comida y me salí del lugar “por las recochinas dudas”.



En más de una ocasión, sin reparar inconcientemente en esos letreros, ingresé a recintos destinados a negros o a blancos y con mi color café con leche, los comensales no sabían como reaccionar. Me dejaban sólo porque no traía sombrero, seguramente. Me sentía en un ambiente execrable y colmado de odio e ira y no era nada cómodo. Cuando ahora veo en el cine las manifestaciones de ese odio irracional, precisamente agudizado en ese 1964, pienso que me libré de algo perverso.



Ya en Nueva York paseaba caminando por el rumbo de Times Square y en todos los negocios del lugar sólo se escuchaba a todo volumen una cosa: la música de los Beatles. Otra revolución que alimentaba nuestras ansias de identidad y merece una explicación.




Esta fue exactamente la portada del acetato “Meet the Beatles” que aun conservo y que llegó a mis manos en ese 1964. Los “melenudos de Liverpool” fue inmediatamente un apodo que les impusieron y nosotros, la juventud, teníamos que reaccionar ante esta nueva invitación a la rebeldía.

Lo que ahora supone abundar sobre el caso Beatles, tan influyente en nuestra época, que no se entendería sin ese cuarteto. La década de los sesenta puede ser identificada por diversos símbolos: Che; un cohete al espacio; alguna escena de Vietnam; símbolos de los movimientos estudiantiles; hippies; pero nunca puede faltar una imagen de los Beatles.
Nuestra generación está colmada de signos y de eventos y pareciera que uno sofoca al otro y lo cancela, pero en verdad hubo una auténtica acumulación de cosas y de obras.





Y, por supuesto, la infaltable imagen de Abbey Road:



John Lennon de blanco, representando quizá algo místico, ¿el lado bueno de la vida?, o ¿lo malo?, porque atrás, Ringo sigue de negro en fila india perfecta, cruzando como debe ser, por la esquina y las marcas para peatones, la afamada Abbey Road y después descalzo, Paul, de quien por ésta fotografía se dijo que había muerto y eso colmó el rumor popular, la leyenda urbana y al último como un hombre de a pie más, Harrison. Paul lleva un cigarrillo y en la placa del VW de la izquierda se leía 28 IF, que se interpretó como 28 años de vida de Paul si (if) viviera.
Habrá quien diga que todo esto no era sino un pretexto para una escalada de violencia, pero nada más alejado de la verdad. Nuestra cultura y contracultura de cara al establecido era real y sólo se buscaba ejercer la libertad. Vivíamos bajo regímenes gerontológicos, los mexicanos, con un ulltraconservador Díaz Ordaz y su gabinete con la edad de nuestros abuelos; los norteamericanos con otro ultra como Johnson y los franceses con De Gaulle. Basta con eso para darnos cuenta de que todo estaba cercado, por un establecido de dominio.
Los Beatles fueron un viento fresco que nos alimentó y que podía darnos esa oportunidad de buscar la respuesta, precisamente en el viento, pues fracturaban símbolos de opresión.
Invitaría al lector a buscar algunos enlaces (links) en la red electrónica, donde se presenten videos de los Beatles cantando “Let it be” o “Get back” o “Give Peace a Chance”, para tratar de comprender mejor las escenas que ante nosotros se daban en esos años.
Los refuerzos plásticos ante nuestros ojos, de imágenes que pronto adquirieron carácter de símbolos con todo el poder semiótico que ello implica, empezó a formar un verdadero lenguaje juvenil y sirvió como cemento que cohesionó a grupos otrora dispersos e incomunicados.
Le mezcla oportuna de esos signos visuales que hemos presentado como distintivos de la década de los sesenta, ya en conjunto lograron toda una representación general del mundo. Ya no veíamos crucifijos u otras señales religiosas; ya no veíamos hombres de cabello cortado casi a rape – a la brush se decía, estilo militar – ni “caras limpias”, las famosas clean faces norteamericanas, estos es, rostros varoniles sin barbas ni bigote, como se usó – al revés -- todavía entre nuestros abuelos; ya no veíamos jovencitas recatadas y sonrojadas, con sus faldones hasta media pantorrilla, como en los cincuenta y con sus tobilleras; ya no escuchábamos una música cadenciosa como el swing o más tarde el rock clásico, su hijo más famoso, muy acompasado; ya no veíamos estudiantes universitarios muy formales, siempre de clases sociales encumbradas; ya no veíamos muchas cosas que estaban pasando de moda.
Ahora emergían con esos símbolos, otros asociados, como aquél muy famoso adoptado por los hippies para significar “haz el amor, no la guerra”; por supuesto, largas melenas en los jóvenes acompañadas por barbas y bigotes y del lado femenino la minifalda como ejemplo de liberación. Puede todo esto parecer trivial a ojos actuales, pero en esos años era un divorcio del establecido de carácter muy fuerte.





En el fondo de todo subyacía un afán de oponerse a la autoridad, primero a la familiar para así pasar a la Escuela y a la vida social y política. No había muchos precedentes en ese sentido y se buscaba romper moldes. Hesse había afirmado que “para nacer hay que destruir un mundo” y todos esos nuevos paradigmas quisieron llevarse hasta sus últimas consecuencias, sin reparar mucho en los estropicios causados en el camino para lograrlo.
Los ingredientes para lograr una ecuación explosiva en el mundo estaban dados y vertidos en el mortero de esta química social, lo que se diferenciaría, sería el detonador. Cada sociedad hallaría el suyo y ahora debemos mirar el detonador mexicano y sus efectos.

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